EL PRINCIPIO DE LA ECONOMÍA LINGÜÍSTICA

Una de las apreciaciones más manidas, pero a la vez más ciertas, que se han formulado en relación con la naturaleza del lenguaje como facultad humana es que este se comporta de forma análoga a un organismo vivo. Cada una de las lenguas que nos facilita dicho lenguaje nace en algún momento –siempre como derivación de otra desde un punto de vista más cercano, y también como creación desde cero generada antaño en los albores de la historia– es el resultado de una evolución basada en la necesidad del ser humano de comunicarse, pero que, en cierta medida, también refleja las necesidades comunicativas que este tiene en un momento concreto de su historia como hablante y lo sitúa en un contexto social concreto. A su vez, será este contexto social el que, paralelamente, vaya influyendo en el desarrollo de dichas lenguas hacia nuevos horizontes, por lo que el lenguaje y el ser humano se relacionan indefectiblemente a través de las relaciones interpersonales. Y es que es imposible negar la evidencia: somos animales sociales.

Esto quiere decir que, habida cuenta de la evolución propia de cada uno de los idiomas que hablamos en la actualidad, nuestra forma de hablar va cambiando con el paso del tiempo, sea este unos años, unas décadas o unos siglos. Cambian las estructuras sintácticas, cambian las palabras que empleamos, las palabras que un día tuvieron una acepción vuelven a incorporarse a la lengua con una acepción nueva, les damos la bienvenida a palabras de origen extranjero, incorporamos emoticonos y símbolos gráficos para añadir matices en nuestros actos de habla… Se trata, en definitiva, de un largo etcétera de recursos que vamos asimilando casi inconscientemente y sin los que luego nos sentimos incapaces de expresarnos en nuestro día a día. ¿Quién sabe qué más novedades incorporaremos en el español del futuro a diez, cincuenta y cien años vista?

Sin duda, uno de los fenómenos más observables en las interacciones sociales de la época presente, sobre todo en aquellas comunidades de hablantes más instaladas en la era de la globalización y en la compartición que lleva implícita, es el de la «economía lingüística» o «economía del lenguaje». En esencia, este es el término con el que se conoce la tendencia de los hablantes contemporáneos a reducir la extensión de sus actos de habla o bien a procurar producir los mismos actos de habla, pero empleando menos recursos lingüísticos. En definitiva, se trata de decir más con menos. Esto es, sin duda, una consecuencia del mundo tan frenético en el que vivimos actualmente, donde imperan la inmediatez, el causar un impacto en poco tiempo y en crear contenido de consumo rápido, ya que se ha demostrado que a las personas les cuesta cada vez más prestar atención a los textos que superan una determinada longitud en ciertos ámbitos. Por todo ello, el hablante del hoy utiliza y crea recursos que le permitan expresarse en un tiempo más corto, porque, cuanto mejor seleccione la información, más eficaz será el resultado de la comunicación y, cuanto más tiempo se ahorre, menos tiempo les estaremos exigiendo a nuestros interlocutores, lo que ciertamente tiene una repercusión muy positiva en el ámbito de las relaciones interpersonales, así como en diversos ámbitos de las comunicaciones profesionales y aquellas orientadas a los fines publicitarios y de consumo. ¿Tendría sentido un anuncio televisado que durase 2 minutos y en el que solo presentasen características técnicas? ¿Nos sentiríamos a gusto escuchando una intervención ininterrumpida en una ponencia durante horas? ¿Qué artículo escogeríamos para obtener una información genérica sobre un tema puntual: el artículo de 5000 palabras o el artículo de 100? Por supuesto, cada decisión depende del contexto, de nuestros gustos y del nivel de profundidad que busquemos en nuestros procesos de documentación, pero la tendencia es innegable: queremos inmediatez.

Estos aspectos han calado en cada una de las lenguas y, por supuesto, también en el español. Por ello, estas lenguas han desarrollado algunos recursos que le permiten expresar ideas de forma más rápida y en un tiempo menor. A continuación, te mostramos los más representativos.

Para comenzar con algo de plena actualidad, debemos mencionar la creciente importancia del empleo de los extranjerismos –en su mayoría procedentes del inglés y el francés–. Este es un asunto bastante polémico, pero nuestra labor es estar al tanto de las tendencias y reflexionar acerca de cuándo conviene incorporarlas y cuándo conviene rechazarlas. Lo cierto es muchos extranjerismos se abren camino en un idioma simplemente por el hecho de que la lengua en la que se gestan como palabras es la primera en darles vida, por lo que crean el concepto y, a su vez, la forma de denominarlo. Estas palabras viajan rápidamente por las redes de la comunidad global y, si sumamos a esta inmediatez el hecho de que estas palabras se forman mediante una composición muy específica a menudo existente solo en dicha lengua original, su adaptación a las lenguas de destino se vuelve compleja. Asimismo, es preciso destacar que muchos de estos conceptos no tienen un equivalente en la cultura de destino, por lo que, lo más rápido, es adoptar el concepto y la forma original de designarlo. Curiosamente, a muchos hablantes también les resulta atractivo emplear palabras extranjeras para conceptos que sí existen en su lengua nativa, ya que muchos tienen una forma mucho más breve. Además, denotan modernidad o les brindan pertenencia a determinados grupos, ya sean sociales o profesionales. De esta forma, el extranjerismo es también un recurso de posición social y conocimiento.

Dentro de la propia lengua, existen otros recursos para hacer más corta la extensión de las palabras que usamos, siendo el más prolífico el de la abreviación, que consiste en acortar palabras reduciéndolas siguiendo algún criterio específico. Los tipos más frecuentes son los siguientes:

  • Abreviaturas: abreviación obtenida por eliminación de algunas letras o sílabas (p. ej., «cole» para «colegio», «lápiz» para «lapicero», «Atte.» para «Atentamente» o «Fdo.» para «firmado».
  • Símbolos: una letra o un símbolo que representa una palabra, normalmente en unidades de medida y demás sistemas métricos, como «m» para metro y «€» para «euros».
  • Siglas: el producto de reducir una expresión a las letras iniciales que la componen, como «S.A.» para «Sociedad Anónima». Cuando una sigla se lee como una palabra, se la denomina «acrónimo», por ejemplo «OVNI» de «Objeto Volador No Identificado».

Estas abreviaturas se han incorporado a nuestra forma de emplearnos en el trabajo y en el ámbito social, algunas de hecho se consideran una demostración de dominio en determinadas esferas, por lo que están ganando popularidad. Sin embargo, lo más importante es que, con independencia de que queramos expresar más con menos, siempre nos aseguremos de que la información que damos es suficiente para que nuestros destinatarios reciban correctamente nuestro mensaje.

 

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