Todas las personas tenemos un nombre propio; y esto obedece a una función social, puesto que el hecho de que el ser humano viva en comunidad ha propiciado la necesidad de diferenciación entre sus individuos. Es por ello, entre otros factores, que los rasgos faciales entre dos miembros de nuestra especie pueden llegar a ser más distintos entre sí que los de cualquier otra especie animal en comparación. Pero también nos distinguimos por la ropa, por la clase social o por la forma de expresarnos, entre otros muchos ejemplos contemplados por la antropología. Ahora bien –y en traducción de un texto de Shakespeare–, ¿qué hay en un nombre?
Se suele decir que el nombre es un atributo de la personalidad, pero normalmente este no suele describir la forma de ser del nominado. Esto se debe a que, en la mayoría de las culturas, el nombre lo elige el círculo más íntimo de la criatura en camino antes o inmediatamente después del nacimiento, por lo que existe una tendencia a escoger nombres según gustos personales, su sonoridad o en honor a una persona a quien admiramos; pero realmente no podemos escoger nuestro propio nombre: lo hacen por nosotros. Es entonces que portamos una pequeña historia que nos muestra de dónde procedemos. Naturalmente, la elección de nombres suele ser convencional y, curiosamente, no tan infinita, así que en ocasiones estos nombres se repiten, uno de los motivos más evidentes tras el surgimiento de los apellidos (entre otros recursos, como los patronímicos). Con esta información, ya estamos listos para llamar la atención de nuestro interlocutor.
Para producir tan necesario vocativo, seguramente emitamos una secuencia de fonemas de forma encadenada, es decir, si nuestro interlocutor se llamara Juan, pronunciaríamos los sonidos [x], [u], [a] y [n] en un solo golpe de voz: /’xwan/y conseguiremos que se fije en nosotros como respuesta instintiva. Este fenómeno fonológico es la base de la comunicación oral, lo que nos lleva a plantearnos cómo se da esta misma situación en el contexto de las lenguas de signos, donde el fonema no cumple ninguna función principal.
Si bien es cierto que en todas las lenguas de signos cuentan con un alfabeto dactilológico, resultaría bastante tedioso ir deletreando nuestros nombres letra por letra. En el ejemplo anterior, vendría a ser como presentarnos diciendo: «Hola, me llamo /’xota # u # a # ‘ene/» Por este motivo, en las lenguas de signos el alfabeto dactilológico se reserva fundamentalmente para deletrear palabras nuevas o nombres propios para los que inmediatamente después se va a crear un signo. El signo es la unidad mínima de comunicación, y suele representar conceptos por asociaciones arbitrarias o convencionalizadas. Por ejemplo, en lengua de signos española el color «rosa» se signa recorriendo lateralmente y en línea recta el dedo índice desde el centro de la frente hasta el centro del mentón (no hay relación de semejanza), pero el color «naranja» se signa formando una pelota con ambas palmas en configuración semiesférica (semejanza con la forma del fruto). Evidentemente, también se pueden representar mediante signos elementos análogos a los nombres de persona; son los denominados signos propios o señas.
Las señas son los signos que representan los nombres propios de las personas. Estas no se utilizan únicamente entre signantes, sino que también las reciben las personas que tienen contacto con la comunidad (como símbolo de aceptación). En definitiva, en la comunidad sorda las personas tienen un nombre propio al uso y una seña para su uso durante la comunicación.
Los sordos de nacimiento o los hijos de progenitores sordos suelen recibir este signo propio al inicio de su vida: quizá sea un gesto gracioso que hagan con la mano, un signo que describa una cualidad física o la seña de un familiar. Pero si alguien empieza a formar parte de la comunidad sorda más adelante (sordera adquirida, trabajo con compañeros sordos, vinculación a la comunidad, etc.), serán los propios miembros de la comunidad los que escojan su seña, el conocido como «bautismo». Se trata de un momento muy emocionante en el que los miembros de la comunidad sorda escogen una seña que describa un rasgo característico de la persona; este signo la acompañará para siempre y creará una primera impresión sobre su forma de ser.
Estos son algunos aspectos a los que se suele hacer mención en la seña: el carácter (alegre, malhumorado, tímido), el aspecto físico (pecas, alto, pelirrojo, calvo), las aficiones (bailar, leer, deporte) o los hábitos (tocarse el pelo, chascar los dedos, rascarse el mentón), pero también es habitual coger el signo de la letra inicial del nombre propio y utilizarlo para marcar alguna relación, como dibujar una «C» de «Carlos» invertida con la mano y colocarla sobre la mejilla para describir que Carlos se caracteriza por sus mofletes, o dibujar la «L» de «Laura» y dirigir el índice hacia la ceja derecha, donde Laura tiene un piercing muy característico. Así que en definitiva, durante las conversaciones introductorias en lengua de signos, nos presentamos de la siguiente manera: «Hola, me llamo L-A-U-R-A y mi seña es L + piercing». Desde ese momento, se usará la seña para hacer referencia a esa persona, alcanzando la misma rapidez que cuando encadenamos fonemas en las lenguas orales. En el siguiente artículo podréis encontrar tres ejemplos muy originales, así como cierta información adicional.
La visibilidad de otras formas de comunicación nos enriquece como individuos sociales, alimenta nuestro conocimiento y ayuda a combatir los estereotipos que circulan en torno a la comunidad sorda, sobre los que profundizaremos en otra ocasión y siempre desde el punto de vista lingüístico.